«No me preguntes nada: yo sé bien que es mejor embriagarse de vino que embriagarse de amor… Y así mientras tú bebes, sonriéndome así, yo, sin que tú lo sepas, me embriagaré de ti…» Estos versos del poeta cubano José Ángel Buesa evocan el poder seductor del vino, una bebida a menudo asociada a la liberación, el hedonismo y los grandes banquetes, pero también a espacios de transgresión y excesos.
Históricamente, el vino se ha vinculado a la libertad sexual, un hecho que, en muchas culturas, ha provocado la represión del derecho de las mujeres a explorar este mundo. La lucha por la libertad sexual sigue siendo, lamentablemente, una reivindicación esencial del feminismo, y el vino no ha sido una excepción. En una sociedad dominada por los hombres, el acceso de las mujeres a esta bebida ha estado marcado por desigualdades y prejuicios.
Las mujeres y el vino: una historia invisibilizada
La historiadora Ségolène Lefevre, autora de Les Femmes & L’Amour du Vin, explica en la revista Eccevino que la historia del vino está llena de sombras, y estas sombras son las mujeres que, desde hace más de tres mil años, han transportado, servido, ritualizado, bebido y elaborado vino. Tal como señala la antropóloga y gastrónoma de la Universidad Pompeu Fabra (UPF), Sandra Lozano en Vadevi, los banquetes han sido una institución social fundamental desde la antigüedad, y el vino ha sido un elemento central en muchas civilizaciones. No obstante, la presencia de las mujeres en estos espacios ha estado condicionada por normas patriarcales. En la antigua Grecia, por ejemplo, las mujeres estaban excluidas de los symposiums —banquetes alrededor del vino—, excepto las heteras (prostitutas). En Roma, la situación era similar, mientras que en Mesopotamia la bebida principal era la cerveza. “El vino, en particular, ha ocupado una posición fundamental en estos encuentros. El simposio giraba alrededor del vino, que vertebraba la fiesta”, dice Lozano.
Históricamente, el vino se ha vinculado a grandes banquetes, orgías y espacios de prostitución. Esto evidencia cómo, en algunas culturas de las cuales somos herederos, el vino y la gastronomía han simbolizado tanto el placer y la celebración como el control y la desigualdad de género. Lozano destaca que, en el antiguo Egipto, las mujeres participaban en los banquetes funerarios aparentemente en pie de igualdad: “En el antiguo Egipto, las mujeres asistían a los banquetes funerarios y parecían participar en los banquetes en las mismas condiciones”, remarca Lozano, como una cultura que se ha desmarcado de este patrón histórico donde la mujer ha quedado en un segundo plano. En este legado represivo, la mujer bebedora ha sido asociada al vicio y la desmesura, mientras que, para los hombres, el consumo de vino se ha considerado un simple disfrute. Así, lo que para ellos ha sido placer, para las mujeres ha supuesto juicio y vergüenza.

El placer reprimido
Por lo tanto, los machismos en el mundo del vino son herencia de una historia escrita en masculino y, lamentablemente, aún perduran dentro del sector vitivinícola. En este sentido, Lefevre recoge en su libro que hasta los años 1950 en Francia, el discurso médico desaconsejaba el consumo de vino por parte de las mujeres porque cuando bebían no eran “razonables ni templadas”.
Hoy en día, el imaginario colectivo continúa asociando los vinos suaves, como los rosados y los blancos, al público femenino. En Cataluña, el sector del vino sigue marcado por una fuerte presencia masculina. “La frustración ha sido constante cuando, en los restaurantes, siempre entregaban la carta de vinos a los hombres y no a mí”, lamenta Emma Benet, fundadora del club DonesVi. Con este espacio, Benet busca empoderar a las mujeres, proporcionarles conocimientos de sumillería y romper con los machismos arraigados en el sector.