Si alguna vez has asistido a una cata de vinos, quizás te hayas encontrado con un sommelier que describía la copa con frases sorprendentes: “tiene notas de cuero viejo”, “aroma de fruta del bosque madura con un toque lácteo” o incluso “recuerda a un lápiz recién afilado”. Y seguramente te has preguntado: ¿de verdad estamos hablando de un vino? ¿O es que los sommeliers hemos inventado un lenguaje secreto para hacerlo todo más complicado?
La realidad es que el vino es tan complejo y lleno de matices que, a la hora de ponerle palabras, acabamos recurriendo a un vocabulario casi poético. No es que haya cuero dentro de la copa ni que alguien haya puesto un trozo de grafito. Lo que hacemos es buscar referencias olfativas o gustativas conocidas que nos ayuden a comunicar sensaciones muy concretas.
¿Por qué hablamos así?
Nuestro cerebro reconoce miles de aromas, pero ponerlos en palabras no es fácil. La memoria olfativa es muy poderosa: un olor nos puede transportar a la infancia, a una excursión por el bosque o a la cocina de la abuela. Cuando decimos que un vino “recuerda a mermelada de fresa” no queremos decir que la contenga, sino que la combinación de aromas que nos llega nos evoca esa experiencia.
Es un lenguaje que funciona por asociación, no por literalidad. El vino es uva fermentada, pero según el suelo, el clima, el tipo de levaduras y el envejecimiento, puede expresar toda una paleta que va mucho más allá de la fruta.
Algunas de las expresiones más habituales
- Aromas afrutados: Cuando decimos que un vino es afrutado, puede ir desde la frescura de una manzana verde hasta la dulzura de un melocotón maduro. Los vinos blancos jóvenes suelen tener fruta blanca o tropical; los tintos jóvenes, fruta roja o negra. Si el vino ha evolucionado, pasamos a hablar de compotas o mermeladas.
- Notas florales: La flor de azahar, la rosa o la violeta aparecen en muchos vinos, sobre todo blancos y tintos elegantes. No significa que haya flores dentro de la botella, sino que algunos compuestos aromáticos recuerdan a estos perfumes.
- Toques especiados: La vainilla, el clavo, la canela o la pimienta son descripciones comunes, a menudo ligadas al envejecimiento en madera. El roble libera aromas que evocan estas especias.
- Cuero o tabaco: Aquí entramos en el terreno que puede hacer fruncir el ceño a más de uno. El cuero, el tabaco o incluso la madera húmeda son descriptores típicos de vinos tintos envejecidos, sobre todo cuando la oxidación y la crianza han aportado notas más “terrosas”. No significa que el vino huela a zapato viejo, sino que transmite una sensación cálida, de madurez.
- Mineralidad: Quizás uno de los términos más discutidos. Cuando decimos que un vino es mineral, no estamos bebiendo piedras. Hablamos de una sensación que puede recordar al polvo de tiza, la pizarra mojada o incluso el olor de la tierra después de la lluvia. Es una manera de transmitir frescura, tensión y profundidad.
- Descriptores sorprendentes: Aquí es donde el lenguaje se hace más creativo: “lápiz de mina”, “pétalos marchitos”, “yogur natural”, “sangre de hierro”, “pólvora”… Son asociaciones que pueden sonar excéntricas, pero que para quien ha catado mucho a menudo resultan útiles para diferenciar vinos.

No hay una escuela secreta que nos enseñe a decir “fruta roja” en lugar de “fresa”. Lo que hacemos es entrenar la memoria olfativa. Oler frutas, flores, especias, maderas… y luego, en la cata, identificar si alguno de esos recuerdos aparece en la copa. Por eso muchos sommeliers trabajan con cajas de aromas, pequeñas botellitas que concentran esencias de café, miel, pimienta o regaliz, y que sirven para educar la nariz.
Con el tiempo, cada sommelier se construye su propio diccionario. Algunos son más técnicos, otros más poéticos. Y aquí aparece el debate: ¿es necesario usar un lenguaje sencillo, para que todos entiendan lo que decimos, o mantener el detalle, aunque parezca extravagante?
Traducir el vino para que todos lo entiendan
Una de las misiones de los que nos dedicamos al vino es hacerlo cercano. Si decimos que un blanco tiene “notas de flores blancas” y alguien no sabe qué significa, quizás no le diga nada. Pero si decimos “recuerda al perfume del ramo de Sant Jordi” quizás sea más fácil de captar. El lenguaje de la cata es una herramienta, no un obstáculo.
El vino es disfrute, y describirlo debería servir para compartir sensaciones, no para levantar barreras. Por eso, cada vez más sommeliers intentamos combinar los descriptores clásicos con ejemplos del día a día: un vino puede oler “como cuando abres una bolsa de conguitos”, o tener una textura “tan suave como un yogur cremoso”.
La cata, al final, es subjetiva
Hay que decirlo claro: dos personas pueden catar el mismo vino y describirlo de manera diferente. Uno detectará la ciruela, el otro la cereza. Y ambos tendrán razón, porque lo que cuenta es la percepción personal. El lenguaje de la cata no es una ciencia exacta, sino una convención compartida que nos ayuda a poner nombre a lo que sentimos.
El encanto de hablar de vinos
Quizás nunca logremos que todos sientan “el grafito” o “la pólvora” en un vino. Pero el valor de estos descriptores es que nos obligan a prestar atención, a pensar y a conectar con recuerdos. Cuando un vino te hace decir “esto me transporta a las excursiones de pequeño” o “me recuerda al armario de la abuela”, significa que está haciendo su magia.
El lenguaje de las catas es, al fin y al cabo, un puente entre la copa y las emociones. Puede sonar loco, sí, pero es una manera de dar forma a lo invisible. Y cuando lo compartimos, el vino deja de ser solo una bebida: se convierte en una experiencia compartida, llena de palabras, recuerdos y complicidades.