He quedado con el profesor y escritor Manel Ollé (Ulldecona 1954) para ir a conocer su colección de cepas en la partida Esquarterada d’Ulldecona, en la Foia de les Ventalles, no muy lejos de la Ermita de la Piedad, entre las sierras del Montsià y de Godall. Ollé vive en el centro de Tortosa y como que es verano y hace calor —una sensación bochornosa avivadada por la humedad del Ebro— le digo que lo pasaré a buscar con el coche hacia el atardecer, para evitar las horas más fuertes de sol.
—¿Cuánto durará el viaje hasta la viña, Manel?— le pregunto para calibrar bien los tempos.
—El mismo que dura el recit de
La respuesta no me coge desprevenido, porque soy sabedor de su potencia intelectual y de la pasión con la cual vive la obra del poeta de Tortosa Gerard Vergés, de quien era admirador y buen amigo. Y como que yo también conozco el texto, intento hacer cálculos aproximados de la duración: los 350 versos de

Escritor y activista de la vida rural
De Ollé conocía, sobre todo, su vertiente literaria: el de profesor de catalán, de escritor y conservador de las palabras perdidas. Pero no fue hasta hace unas semanas que al leer su biografía —escrita por Rafael Haro con el título Manel Ollé i Albiol. Biografía Compartida y publicada recientemente por Onada Edicions— tomé conciencia de su trayectoria de campesino, de activista de la vida rural, de conservador de razas de ganado y variedades de uva. En sus conversaciones, la agricultura, las tradiciones, el territorio y la lengua acontecen un mar casi continuo de límites jubilosamente difusos.
—A principio de los años setenta, acompañé el poeta y dramaturgo mallorquín Jaume Vidal i Alcover en un viaje en Ulldecona. Y cuando pasábamos por esta misma carretera quedó sorprendido de las viñas tan vigorosas que había a ambos lados—me dice. — Y…, ¿te has fijado cómo ha cambiado el paisaje? ¡Ahora, aquí, la viña es absolutamente testimonial, ya no queda nada… no queda nada!
En los años setenta, todo eran campos de viña
Hasta los años setenta, estas fincas de olivos y algarrobas (también hay muchas parcelas baldías) habían sido campos de cepas. En la época, el carácter de Ulldecona volteaba alrededor de la viña. El pueblo (y por extensión muchas las villas interiores del Montsià) era uno de los grandes centros productores de uva y de vino de la mitad sur de Cataluña.
—Y no solo era un paisaje físico, también era una riqueza espiritual: las tierras, los oficios, la cocina, el léxico, palabras como xampaina [el nombre que recibía el vino blanco en la zona], los ciclos anuales, la arquitectura, los aljibes con la pica redonda, los barracones de piedra seca… El vino era gustoso y la uva perfumada, sazonado y mengívol. Estas fincas de la Descuartizada eran de las mejores del término para plantar viña. Pero en muy pocos años, todo pasó a ser una reliquia en la memoria de los más grandes.
Me lo explica mientras nubes crepusculares se asientan sobre la Sierra del Montsià. Somos a pie de la viña familiar, no muy grande, partida en dos por la carretera que va de Santa Bàrbara en Ulldecona.

Hijo y nieto de boteros
Ollé era hijo (y nieto) de boters, y por eso creció entre el olor fresco de las maderas de roble y de castaño, entre los aromas de racimos y de vino que rellenaban los cestos de las casas y el ambiente de las bodegas. El taller familiar —lleno de martillos, azuelas, sorracs, bassiols, botas carretellas, bujols y bucois— ocupaba los bajos de una casa al camino del Montsià, en Ulldecona. Pero aquel paisaje infantil se empezó a hundir cuando solo tenía cinco años, cuando su padre tuvo que repensar el negocio por falta de trabajo. El abandono progresivo del campo por la carencia de relevo generacional, la incorporación de nuevos cultivos, la mecanización y la construcción de carreteras hicieron saltar la alarma. Con pocos años, la rápida desaparición de las viñas en una zona, la suya, de larga tradición vinícola, sería un hecho.
Una colección de cepas
Vivir y ver el deterioro del paisaje (físico y humano) lo golpeó. Pero él, tozudo, estaba dispuesto a hacer frente. Y allá donde su padre le dijo que había suelo para una viña excelente (a la Descuartizada), decidió empezar una colección de cepas. Encontrar viñas viejas — ya fueran de variedades autóctonas o no— solo fue posible gracias al boca-oreja y a la generosidad de los viticultores.
—Fui a buscar campesinos en Ulldecona, pero también en el Mas de Barberans [en el Montsià], en Traiguera y en Xert [al Maestrat], en Useras [en l’Alcalatén], a Queretes [al Matarranya] y también cerqué la comarca de Terra Alta. Los pedía sarmientos para injertar las cepas de la viña. Y todos fueron sumamente agradables. Supongo que entendieron que el suyo era un mundo que se acababa y que mi colección sería una buena manera de perpetuar el legado. Porque la idea no fue nunca hacer vino y uva para el comercio, mi sueño era preservar la cantidad más grande posible de variedades—asegura.

Reducción drástica de la superficie de viña
Y el tiempo vuela. El año 1982 —cuando ya se había dejado de cultivar una parte importante de las viñas dedicadas a la producción de vino— en Ulldecona se conservaban 415 hectáreas de cepas. Más tarde, la entrada de España en la Unión Europea significó la implementación de nuevas políticas agrícolas y una reordenación del sector por orden administrativo, con la reducción drástica de la superficie vitícola, que quedó relegada a emplazamientos concretos del país. El Montsià quedó al margen. Al final de la década, en Ulldecona solo quedaban 64 hectáreas de viña. Al tumbando de siglo ya era testimonial.
—Mira, esta es una de las joyas de la corona de la colección, el verdiell negro, que era una variedad muy popular aquí en Ulldecona — me dice mientras me muestra las bayas veroladas de una cepa.
Ollé recuerda el nombre de casi todos los campesinos con quién hizo tratos: Josep Sorlí lo capeller que conservaba la última viña de verdiell blanco de Ulldecona; Pasqual Fabra que le dio un sarmiento de verdiell negro de su finca de las Ventalles; Josep Bel, conocido como Pepito Coll- torcido del Mas de Barberans, que tenía semilla de Picapoll.
—En Xert, Don Delfín y Fernando Beltran conservaban una gran diversidad de uva: verdiell blanco, palop, macabeo y el que ellos denominaban antiguallas… Me dieron una quincena de variedades, a muchas de las cuales ni siquiera los habían puesto nombre. Haber conseguido todas estas tiras, ya justifica el esfuerzo de la colección— me explica.
—Y esto de los nombres, ¿no puede llevar a la confusión? Cada pueblo bien que debía de tener sus localismos en la hora de denominar los tipos de racimos.
—Yo lo recogí todo. Y ahora será trabajo de los ampelógrafos analizar cada una de las muestras que he conservado para extraer el mapa genético y saber exactamente a qué variedad corresponde cada cepa. De entre las más de ciento muestras, habrá molidas que no tendrán el más mínimo interés, pero estoy seguro de que también habrá algunas joyas difíciles de encontrar en otros lugares.
De hecho, la colección no ha pasado desapercibida. Hace algo más de diez años ya hicieron prospecciones los técnicos del Instituto Catalán de la Viña y del Vino (INCAVI), que encontraron una decena de variedades desconocidas. Últimamente, han vuelto para fijarse con una variedad de moscatel y una uva blanca procedente de Godall. Por la finca también han pasado profesores de escuelas agrarias del país y viticultores de Familia Torres interesados por el morenillo y verdiell tinto.
El campesinado se apaga
—Hay una generación de campesinos que se apaga. Dentro de unos años perderemos su saber sobre la viticultura. Aquí podré conservar una parte de su legado. Pienso a menudo con ellos, y también en un libro que leí de joven, en setenta: