«Creo que la vida debe ser una fiesta continuada«, decía Salvador Dalí. Y a pesar de que esto que diré ahora sea pura especulación, podría ser fácil pensar que cuando formuló la frase imaginaba una fiesta donde no faltara vino del Empordà. Lo cierto es que estamos ante uno de los territorios más íntimamente ligados a la historia del vino catalán, con Empúries, la más importante colonia griega del país, como punto de entrada y salida de productos que abastecían, primero, el mercado interior, y siglos más tarde, varias ciudades del imperio romano.

Superados unos cuantos siglos, y muy entrada la Edad Media, el foco de la historia mira hacia las abadías y monasterios, donde las viñas crecían a cubierto y también al exterior, donde se iban escalonando bancales de cepas, como nos recuerda la imagen al pie de la montaña de Rodes, donde las plantas estaban bajo la tutela de Sant Pere de Rodes, monasterio, por cierto, en el cual el monje bodeguero Ramon Pere de Nuevas habría sobresalido en el arte de hacer el vino.
No todo fueran buenas noticias para los habitantes ampurdaneses, que a pesar de que pudieron vivir un impulso agrícola importante durante los siglos XVIII y XIX, fueron el punto de entrada de la plaga de la filoxera, en 1879, que desde una planta de Rabós d’Empordà, se extendió rápidamente por la viña catalana. Cómo en otros territorios del país, el empujón del movimiento cooperativo, impulsado primero por la Mancomunidad y continuado por la Generalitat de Cataluña, ya cerca de los años 30, permitió iniciar una nueva era que ha permitido sumar capítulos de la historia vitivinícola en el Empordà hasta la actualidad.
Tierra de garnachas y cariñenas blancas, rojas y tintas
La zona de producción de la Denominación de Origen Empordà, situada al extremo nororiental de Cataluña, engloba un total de 55 municipios distribuidos en dos comarcas: 35 municipios del Alt Empordà y 20 municipios del Baix Empordà, que se delimitan en dos zonas separadas geográficamente. Es zona de contrastes, que mira en el norte hacia la zona montañosa de los Pirineos, y tiene una ventana al este hacia el mar Mediterráneo y la Costa Brava, todo muy marcado y modelado por la presencia de la tramontana, el famoso viento del norte.
El Ampurdán es tierra de cariñenas y garnachas. De blancas, de rojas y de negras. Y lo demuestra que la mayor parte de su plantación tiene alguna de estas variedades, y que la presencia se continúa ampliando de manera significativa, especialmente durante los últimos años gracias a la apuesta decidida de los viticultores y viticulturas del territorio y a la decisión de la DO de hacer bandera y abocar buena parte de los varios actos y acciones de promoción.
Las bodegas ampurdanesas son mayoritariamente pequeñas explotaciones familiares con larga tradición en el manejo de las viñas y la elaboración de vinos que vienen lideradas cada vez por generaciones más jóvenes y formadas de viticultores y enólogos. Como sus vinos, los bodegueros del Empordà son personas ‘tocadas’ por la tramontana, dicen desde la misma entidad del vino.

Por todo esto, por tanta historia viva, aquí en el Empordà y en todo el país, se puede afirmar que a Cataluña, el vino es cultura. Una cultura que el Gobierno quiere dar a conocer con la campaña del vino catalán más ambiciosa hasta el día de hoy, de la mano del Departamento de Acción Climática, Alimentación y Agenda Rural y de la INCAVI.
