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Carles Alonso, ánima verdadera, descarada y necesaria del vino natural

Hace dos años que no sale a la mar; aparcar pasiones quizás no es una desazón, sino ser consecuente con aquello que uno tiene entre manos. Su mirada severa está llena de horizontes y en el Empordà no ha tenido bastante con los que dibuja la tierra.

«En los Vilars llovían unos 650 litros anuales y este año llevamos 90. No voy a pescar porque cada mañana bien temprano me voy a la viña. No es sobrevivir, es que tenemos unas condiciones mínimas. Dividimos las lágrimas de agua para regar aquí y allá. Hay plantas que mantienen la dignidad, pero tenemos muy poca, de agua», se lamenta refiriéndose a la sequía grave que acumula el campo catalán.

Estamos a mediados de agosto. Su syrah le hace 12,5 grados y decide aplazar el inicio prematuro de la vendimia. Carlos Alonso Caballero es el alma de Carriel de los Vilars, una voz descarada y rabiosamente necesaria para definir la arquitectura libre del vino natural. Nace en Barcelona. Estudia agrónomos, pero pronto dejará de habitar el barrio de Gracia, donde la abuela regentaba “la tienda de corsés casi más importante de la ciudad”. Decide vivir en el campo.

Primer plano de Carlos Alonso Caballero | Foto: Jordi Gatell, Cordegat

«Vine humilde a aprender de los viejos»

De dirigir un ejército de cajas de ahorro catalanas a “pasar hambre física diversas veces”, matizará. Se va en la Plana de Vic para vivir de y con la tierra y allá aprende a domar ganado. “Me he hecho fuerte y frío, pero siempre con la guardia puesta”, dice de él mismo.

Ha escrito y se ha autoeditado dos libros que lo resumen y permiten comprender de donde le venden el carácter y la capacidad de encadenar en un diálogo tantas verdades: Històries d’en Carriel y L’amabilitat dels empordanesos. Leerlos es entender que, para ser libre, te tiene que abrigar primero el conocimiento. «Vine humilde a aprender de los viejos», dirá de entrada para explicar su idilio con el Empordà enológico. Su estilo rebelde se adivina ya en el prólogo: «Necesitar a la gente para sobrevivir obliga a conocerla muy bien para poder tragarse sapos y adaptarse a su talante, y renunciar a lo propio».

Carlos Alonso Caballero con una de sus hijas | Foto: Jordi Gatell, Cordegat

El primer ancestral catalán

Casi por casualidad – o quizás causalidad – hace 44 años creó el primer vino ancestral catalán. “Le dije champagne rosado. Me gusta que se recuerde porque también es ir en contra de la chulería moderna de hoy”, advierte.

Su vínculo con el vino empieza antes, al 78 ya compra los primeros racimos en Vilajuïga y desde entonces la viña lo ha ido definiendo y endureciendo. Ha vivido periodos complejos, como cuando el 2017 la Generalitat lo obligó a arrancar viñas le crea una herida que lo hará sangrar durante los 10 años próximos. Pero mira adelante y sabe que tiene entre las manos parcelas de la Serra de la Albera y que su mente extraordinariamente observadora y crítica sabe hacer un vino preciado.

Le entusiasma empujar el proyecto de vida, especialmente ahora que lo comparte con las hijas. “Mi vino mejora con el tiempo. Cosecho maduro para que haya muchas moléculas diferentes. Busco complejidad”, afirma con convencimiento. Se enrabia cuando se habla con ignorancia de sulfitos. Reclama que se utilice el concepto más preciso de sulfuroso y dice abiertamente: “Es un componente que puede matar el vino”. Los suyos son transparentes en el sentido más amplio de la palabra y los de añadas más viejas confirman que se puede ser natural pero también elegante y virtuoso. “El 90% de los vinos naturales que se elaboran hoy son desagradables. Están hechos por gente joven que quiere correr. Se tiene que tener la capacidad de aprender, pero también de arriesgar”, espeta sin manías. Es capaz de escupir un vino ante su elaborador si es incorrecto. “Hay vinos que son inmaduros, verdes y pleno de defectos”, añade.

Carlos Alonso Caballero en su masía | Foto: Jordi Gatell, Cordegat

Un entorno único lleno de silencio

En los Vilars hay cuatro casas sumando la suya. Silencio contundente entre muros de piedra. Pocos metros más arriba del núcleo, una balsa llena y ranas chapoteando entre viñas con mucha sed. Albera y Mediterráneo perfilan el escenario. Amplitud y respiro. «Somos esclavos de la naturaleza, yo estoy estrechamente ligado», dice.

«Que las viñas hayan dejado la montaña ha sido nefasto. Con el clima seco y caluroso, se nos deshidratan las uvas. La hoja tiene una función muy importante, y por eso, en Carriel mantenemos la vegetación. Nada de poda en verde. Tienen que ser funcionales, si no la uva no madura, no está equilibrado y los azúcares no vienen del nivel interno. La viña madura por las puntas», reflexiona en voz alta Carles Alonso.

“Practicamos una explotación mínima de la planta, no le saco nada, ninguna hoja que produzca la cepa. Y respetamos los apicales, porque allá hay toda la información necesaria para crecer y madurar”, resolverá. Es un conversador nato. Siempre tiene una palabra más y una reflexión más drástica todavía. Hace danzar las manos mientras suelta un carrusel de afirmaciones y algún improperio. “La viña tiene la capacidad de cambiarme el carácter. Con solo 20 litros de agua ya soy otro”, suelta. “El agua que no cae antes del envero, ya no nos sirve. Nos harían falta 100 litros más”, desea. “La lluvia es el suministro de nitrógeno más grande que puede recibir la planta”, concluye. “Mi agricultura es modesta. No hay ninguno otro adjetivo más. Cultivar y dejar cubiertas vegetales. Hay que asegurar la materia orgánica y cuando hace falta, cuando no hay agua, eliminar la competencia”, resuelve.

Vinos de Carlos Alonso Caballero | Foto: Jordi Gatell, Cordegat

«Un hombre digno que elabora vinos puros»

El vino fermenta en las tinas, no hay control de temperatura. Tenemos hormigón con baldosas de alta vitrificación. Soy hombre de acero y cristal. Sin las tapas siempre llenas no podría hacer vino”. Austeridad enológica. Y sabiduría. Dice en medio de la cata: “La oportunidad es una de las grandes virtudes de la artesanía”. Elabora 8.000 botellas anuales. No tiene vino para vender a casa. “A mí me respeta la gente vieja del Japón y de Corea. Me los he encontrado a la puerta de casa, que me venían a ver sin yo saberlo, y me han hecho reverencias antes de entrar”, dice con un punto de orgullo que oculta a sabiendas. Es un hombre de convicciones, descarado con la palabra, pero en ningún caso vanidoso. “La mía es la historia de un hombre recto y digno que elabora vinos puros”, asevera. “La madera es la contaminación más grande del vino. Y el sulfuroso, también”, insistirá.

Cuesta verlo fuera de los Vilars. Le cuesta salir del hábitat que le hace sentir cómodo y responsable, pero es feliz cuando recibe a la bodega personas que hablan su mismo lenguaje. No cuenta ni las horas ni las botellas. Es generoso ante la franqueza. “Me gusta la intimidad de la comunicación”, resalta. En su norte hay elaboradores de vinos franceses, pero no se está de reconocer el talento de amigos del sur de España que están haciendo “los mejores ancestrales del mundo”.

De Carles Alonso Caballero se ha dicho que “no interviene, no añade ni modifica”, pero quizás también habría que decir que los vinos que hace son un espejo suyo, de los surcos de la piel y de la salvajía del gesto, del carácter del pensamiento, de la imperfección del saber… Y son especialmente una sublimación de la fruta. Y las largas crianzas confirman que el oficio que él enaltece es el de paciencia, que hay que cultivarla no solo en el arte de elaborar, sino también de beber. Sus vinos son el paradigma de la corrección. Hay raíz, pero también alas y en algunos casos se asemejan a los perfiles enológicos más alabados del mundo. “Hay que asimilar, sentir e intuir el vino”, concluye Carles Alonso. Y es tan placiendo probarlo, como conversar.

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